A partir de esta semana y durante los próximos nueve meses, enviaremos cada mañana a nuestros hijos a esos, antiguamente llamados, “templos del saber”, con la ilusión propia de estar fabricando los cimientos de los hombres y mujeres del mañana, los llamados a construir un futuro de auge y prosperidad. Porque los padres, como auténticos ilusos, volvemos cada año a renovar la esperanza y a renglón seguido viene la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo) y de un sopapo nos devuelve a la realidad. Es lo que ha ocurrido esta semana, en la que el inicio del curso escolar ha coincidido con el informe radiográfico del sistema educativo español y que, para no variar con el de otros años, vuelve a situarnos a la cola de todos los países.
Lo que realmente me preocupa, no es que uno de cada cinco jóvenes sea un nini (es decir que ni estudia ni trabaja) triplicando con este índice la media de los países miembros, ni que el 45% de los españoles entre 25 y 64 años no haya terminado el Bachillerato o FP o ni siquiera que se signifique vergonzosamente la escasez de alumnos excelentes frente a la globalidad de mediocres. Lo que realmente me aterroriza es que asistamos impasibles a que todo vaya a peor. Siete reformas educativas van en periodo constitucional. Parece que alguien esté jugando a los experimentos con el método científico de ensayo-error para probar una alternativa y verificar si funciona. Si es así, se tiene una solución y en caso contrario, se intenta otra alternativa diferente. A ver qué tal nos va ahora con la OMCE, dirán algunos. Dios nos coja confesados.
